Una gran industria láctea, ya sea multinacional o nacional, siempre será bien recibida por el sector lácteo de nuestro país. De una u otra forma el trabajo de los ganaderos sería estéril sin una empresa que transformara su producción en productos de calidad y accesibles para el gran consumidor. 

Partiendo de esa premisa de la necesidad de todos y cada uno de los eslabones de la cadena, sin embargo, hay que hacer varias apreciaciones que afectan tanto a la industria, la distribución y a la propia Administración encargada del cumplimiento de las normas que ella misma dicta. 

Cada uno es libre de comprar al precio que quiere y si no hay un acuerdo con el vendedor está claro que ese negocio va por mal camino. Otra cosa bien distinta es que desde una posición de dominio por volumen, estrategia o capacidad financiera una parte se aproveche de la otra. Eso es precisamente lo que ocurre en el sector lácteo con el agravante de la condición de producto perecedero de la leche. Lo que un día vale algo a los dos días sólo vale para blanquear las alcantarillas. 

Lactalis ha provocado uno de los momentos de mayor tensión en el sector lácteo español de los últimos tiempos igual que en su día lo hizo Mercadona banalizando los precios de la leche por intereses bien distintos a los de la consecución de cuotas de mercado para sus productos lácteos. 

Ahora Lactalis, a través de su marca Puleva, protagoniza otro de esos episodios en los que manifiestamente contradice su discurso público y vuelve a hacer justo lo contrario de lo que pregona. 

Colocar en una botella de leche un sello de calidad oficial -impulsado por la ministerio- que garantiza la condición de producción nacional y en el mismo etiquetado registrar sin pudor que esa leche no es española sólo puede ser fruto de la soberbia. 

Si la administración no hace nada por evitar situaciones de dominio en la negociación de los contratos lácteos y no actúa con rotundidad ante prácticas como ésta -denunciada por Agaprol OPL ante la AICA- simplemente estará permitiendo que en este país los que no cumplen sigan campando a sus anchas. 

Todos sabemos que una multa de 3.000 euros es una ridiculez para una empresa que factura miles de millones. Es de suponer que incluso habrán hecho la cuenta antes de permitirse el lujo de hacer algo así pero es que ahí es donde juega su papel el último y trascendental eslabón de la cadena alimentaria, el Consumidor.